Rabat es una de esas ciudades de Marruecos que, en comparación con sus vecinas, no tiene mucho que ofrecer. O eso pensábamos hasta que nos topamos con su gigantesco cementerio.
Aterrizamos a última hora de la tarde y nos dimos prisa para aprovechar las últimas horas de luz dando un paseo por la zona vieja y viendo el atardecer desde la playa.
Habíamos leído que el cementerio de Rabat era una cosa más que ver en la ciudad, pero ni de lejos nos esperábamos algo tan impresionante. No encontramos en Internet la cantidad de tumbas que puede tener esa pasada de lugar, pero calculo que por lo menos sean 10.000. Todas alineadas, diferentes y amontonadas armónicamente formando un paisaje difícil de describir que llegaba hasta donde te alcanzaban los ojos.
Después de tirarnos media hora descifrando nombres y jugueteando con los gatos que custodiaban el cementerio, nos acercamos al mar para ver el atardecer. Para mí era la primera vez viendo el atlántico desde Marruecos, así que tuvo su puntito de “especial”.
Ya de noche y con mono de comida local callejera, cenamos un par de batbouts marroquíes y unos dulces en la medina mientras dábamos un paseo.
Por la mañana, madrugón y desayuno a base de panes y bollería local: krachels (brioches), msemmens (una especie de creppe a base de harina de trigo y poca levadura) y beghrirs (las tortitas esponjosas favoritas de Ali)
Después de ponernos las botas desayunando, reorganizamos la mochila y nos dimos un paseíto hasta la estación para coger el tren rumbo Casablanca.
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